El día en el que hubiera podido cambiarlo todo

Estaba en el puente y miraba abajo. Veía como la rápida corriente del río mecía al bote anclado en la orilla. No sabía qué hacer conmigo misma. Nada sensato venía a mi cabeza. ¿Saltar? Por lo menos no tendría que preocuparme por el día de mañana.

¿Cuántas veces me había planteado esta pregunta? Había meses en los que lo hacía a diario. Por supuesto al principio lloraba, sofocándome con el cojín para que no se oyera y en mis pensamientos gritaba a Dios que si existía, que me llevara por fin al infierno. Y luego, todavía respirando, estaba preparando en mi cabeza un plan cómo dejarlo todo. A veces estas reflecciones ocupaban largas horas. Sin embargo, siempre llevaban al mismo punto en el que estaba encontrándome entonces. No me llevaban a ninguna parte.

Di un paso atrás de la barandilla. Noté que por un lado del puente venía un joven ciclista. No quería levantar ningunas sospechas.

El ciclista paró a unos 100 metros detrás de mí. Me enfadé, otra vez alguien había arruinado mi noche. Decidí ignorarle. Me acerqué de nuevo a la barandilla para deleitarme con la muerte al alcance de la mano. Ante mis ojos ya tenía la visión de mí saltando al frío río. Como agua empezaba a llenar mi boca, caía en los pulmones haciendo imposible recobrar el aliento. Veía ya como me sacaban e informaban mis familiares más cercanos de mi muerte. Imaginaba como mi madre se inclinaba sobre mi ataúd y lloraba de deseperación. Lo mismo hacían mi padre y hermana. Todos al final se dieron cuenta que no podián vivir sin mí. Me pedían perdón por todo lo que habían hecho, por todos los daños. No podían perdonarse lo que habían causado…

Me induje a un tal estado de fantasear que solo tras un momento noté que el chico de la bicicleta estaba a la mitad de la altura de barandilla y se inclinaba peligrosamente sobre ella.

-¡Qué haces! – grité en su dirección.

– Pensaba que te ibas a sentir mejor si saltamos juntos – me respondió el chico rubio y alto con una sonrisa encantadora.

– Eres tonto, si yo no quería saltar – me avergoncé.

– Guay, porque me venía muy mal. Tengo tanto por hacer – el desconocido pasaba por pensativo.

– No entiendo ¿para qué paraste aquí? – levanté la voz hacia el ciclista.

– Y tú ¿por qué? – me contradijo .

– Aparentemente tenía una razón importante. En fin, no tengo que explicarme – refunfuñé.

– Entonces yo tampoco tengo – sonrió.

Me encogí de hombros. Me sentía avergonzada. Quería huir, sentía como mis mejillas estaban sonrojándose por vergüenza e ira a la vez. Algún chico desconocido se paró y me pilló pensando en el suicidio. Me lo imaginaba completamente de otra forma. Aun si estuviera por encontrar una persona que me salvase de la muerte, debería mostrar más empatía y no reírse de mí en mi propia cara.

– ¿Qué, saltamos o no? – el ciclista me sacudió de los pensamientos – Porque sabes, tengo muchas cosas más interesantes por hacer que estar en un puente y compadecerme de mí mismo – confesó honestamente.

– ¡Yo no me compadezco de mí misma en absoluto! – le ataqué.

– Pero no estaba hablando de tí, sino de mí – respondió suavemente.

Allí me tenía. Me indigné, porque había tocado mi punto débil. De verdad estaba preocupándome todo el tiempo qué destino me tocó en la tierra. Mis padres estaban trabajando todo el tiempo, favorecían evidentemente a mi hermana y yo me sentía en mi casa una solitaria. Siempre tenía que cederle en todo. Incluso cuando nos metíamos en un lío las dos, yo fui siempre la que recibía el castigo o tenía que asumir las consecuencias, ella siempre esquivaba el castigo. Y luego era capaz de reírse insolente que otra vez era ella quien se salía con la suya y yo no podía salir para ninguna fiesta. Por eso mi vida fue un fracaso total. No salía con los amigos, no tenía un novio.

– ¿Igual te apetece dar una vuelta en la bici? – inició el chico.

– Pero si no tengo una bici – le miré con pena.

– Da igual, yo tengo el portaequipajes, lo solucionamos de alguna manera – se sonrió – ¿prefieres ir como pasajero o montar?

Le miraba ligeramente desorientada. No sabía qué hacer.

– Vaya, no me hagas pedirte. Bueno, pierdo yo, voy a pedalear. No pareces muy pesante, deberíamos conseguirlo.

El ciclista con un gesto despreocupado me invitó a su vehículo.

– Madre mía, qué estoy haciendo – respondí escéptica, acomodándome en su portaequipajes.

– Estás empezando una vida nueva. Te mostraré que hay sitios más interesantes en nuestra ciudad que ese puente del que saltan solo unos cobardes o locos como yo. Te mostraré que hay cosas más interesantes que pensar en tonterías.

– ¿Pero, de dónde has salido tú? – le pregunté más amistosamente.

– Paso por aquí de vez en cuando y salvo a las suicidas aspirantes como tú – se sonrió coquetamente.

– Pero en serio, un día yo también estaba aquí y quería acabar conmigo. Pero alguien me mostró que la vida podía ser bella si solo yo lo iba a querer. Espero que hoy me recompensaré al quien me había salvado – respondió el ciclista mirando algún lugar en la distancia.

No pude hacer otra cosa que simplemente confiar en él.

/foto: www.freeimages.com/

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